Her: El amor en tiempos de soledad

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Lo primero que deben saber sobre Her es que es una historia de amor. Una historia de amor extraña, disfuncional y difícil de entender que tiene como protagonistas a Theodore, un hombre solitario que vive en una gran ciudad (encarnado en la triste mirada de Joaquin Phoenix) y un sistema operativo inteligente (presentado a través de la inconfundible y hermosa voz de Scarlett Johansson). En un futuro no muy lejano, donde las personas andan por la calle hablando solas y sin nunca levantar la mirada, se desarrolla un sistema operativo que ya no se encarga solamente de responder a simples comandos de voz (como “leer correo” o “apagar alarma”), sino que permite interactuar con el usuario como si fuera una persona más. Theodore decide instalarlo en su computadora y comienza a hablar diariamente con Samantha, el personaje detrás de la pantalla que, por más que quiera, nunca podrá salir de ella. Entre escenas cómicas (y no tanto), el espectador comienza a experimentar el amor profundo e irracional que nace entre los dos personajes, un amor destinado a no ser, pero que llega a un punto tal en el que ya no pueden detenerlo.

El amor entre los protagonistas no se vive como un cúmulo de momentos perfectos entrelazados por frases clichés, sino como pequeños momentos buenos y malos de la vida cotidiana que deciden compartir. La película todo el tiempo está mostrando eso: lo que sea que es el amor, es una construcción cotidiana que puede destruirse fácilmente. Con el tiempo, ambos comienzan a hacerse cuestionamientos sobre su relación, sobre la incapacidad de llevar una vida “normal” de pareja (a pesar de que en el universo de la película a nadie parece sorprenderle la relación afectiva entre personas y computadoras) que termina debilitando aquello que parecía indestructible. Los sentimientos fluctuantes entre ellos son hilados sutilmente por el soundtrack que Arcade Fire preparó para la película (después de verla, no dejen de buscarlo y escucharlo, porque es simplemente hermoso). La canción de la película, que estuvo nominada al Oscar, también es digna de revivir.

Toda la película es, además, una reflexión sobre la sociedad actual y la forma en la que vivimos. Se observa claramente cómo los personajes están sumidos en la rutina y aislados entre sí pero, al mismo tiempo, cómo sienten que ya no les queda nada nuevo por vivir. Viven una realidad en la que la tecnología les permite experimentar hasta lo inimaginable, pero no tienen ambiciones por fuera de sus obligaciones cotidianas. Nada los impulsa a salir al mundo real. Lo que el film plantea es que, más allá del éxito o el fracaso de las relaciones interpersonales, será eso lo que nos sacará siempre del tedio del resto de la vida. La historia de Theodore y Samantha no es perfecta ni pretende serlo en ningún momento, pero transforma en ambos la perspectiva de la vida de una manera que nunca van a poder modificar. Y, simplemente por eso, vale la pena.

Sumado a eso, podría decirse que el largometraje refleja la idea del amor a través de Internet, desde la mirada de una sociedad en la que hace bastante que el tema dejó de ser un tabú. Esas relaciones siempre comienzan como la de Theodore y Samantha: la persona detrás de la pantalla es inaccesible y lejana pero, al mismo tiempo, juntos comparten toda la vida a través de mensajes, fotos y ese contacto permanente e indescriptible que se siente tan real como el cara a cara. La película, en vez de vislumbrar un futuro desolador y solitario, intenta plantear ese interrogante: ¿Cómo pueden Theodore y Samantha amarse sin conocerse? Y la respuesta que esboza en sus 126 minutos es, paradójicamente, otra pregunta: si ellos realmente fueron felices ¿vale la pena preguntárselo?

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