«El cuento infantil sufre un constante acoso de parte de las buenas intenciones: le resulta muy difícil escapar a la función didáctica que muchos esperan del género», señala Ana María Shua, reconocida figura de la narrativa argentina. Con más de cuarenta títulos publicados, su prolífica obra recorre múltiples universos entre los cuales se encuentra también la microficción, en la que encuentra «un estilo de belleza cercano a la poesía». Sus inicios como escritora y sus reflexiones sobre la literatura en la siguiente entrevista.
Sobre la autora
Ana María Shua nació en Buenos Aires Argentina, en 1951. Es profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires y trabajó como publicista, periodista y guionista de cine. Desde sus primeros poemas, reunidos en El Sol y yo, ha publicado más de cuarenta libros. En 1980 ganó el premio de la editorial Losada con su novela Soy Paciente. Sus otras novelas son Los amores de Laurita, (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim), La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Ciudad de Buenos Aires en novela) y El peso de la tentación. Sus libros de microrrelatos han alcanzado reconocimiento internacional, así como su carrera en la literatura infantil que la llevó a escribir una vasta colección de cuentos para chicos. Su obra ha sido traducida a una docena de idiomas.
— ¿Cuándo comenzaste a escribir?
— Mi primer gran éxito literario fue a los ocho años en la escuela primaria: un poema dedicado al Día de la Madre. Rápidamente me convertí en la poetisa (así se decía entonces) más famosa de toda la Escuela No. 15, Consejo Escolar 7º. Sin embargo, cuando pasé a 6º grado, la misteriosa inspiración se retiró de mí. Por suerte, no para siempre. Un tiempo después, cuando tenía catorce años, decidí que quería estudiar teatro. Mi madre se preocupó: ¿qué clase de ambiente iba a encontrar una jovencita de buena familia entre la gente de teatro? Entonces consiguió una profesora particular que viniera a enseñarme a mí sola en mi propia casa. Aprendí muchísimos monólogos. Pero la excelente profesora, María Ester Fernández (que hoy dirige el teatro El Búho), en seguida descubrió que mi vocación no era el teatro sino la literatura. Y empezó a pedirme que le escribiera poemas como deber. Todos los sábados a la mañana la recibía con un poema y después de dos años tuve suficiente material como para empezar a pensar en un libro. Entonces María Ester me enseñó algo invalorable: cómo presentarme a concursos. Con El sol y yo, gané a los 15 años mi primer premio literario: un pequeño préstamo del Fondo de las Artes para publicar el libro.
El cuento infantil sufre un constante acoso de parte de las buenas intenciones: le resulta muy difícil escapar a la función didáctica que muchos esperan del género. Ese suele ser el primer error de un autor bisoño: la soberbia de creer que a través de su literatura infantil podrá cambiar al ser humano. Hay que volver a la realidad y asumir con modestia que contar buenas historias es más que suficiente.
— ¿Cómo fue la experiencia de incursionar por primera vez en la literatura infantil luego de haberte dedicado a la adulta durante los primeros años de su carrera?
— Empecé con el cuento infantil en 1988, por un pedido expreso de Canela, la directora de la recién inaugurada (en ese momento) sección infantil y juvenil de la Editorial Sudamericana. Lo primero que comprendí fue que un cuento infantil es como cualquier otro, que tiene que gustarle TAMBIÉN a los chicos. Si el cuento no interesa a los adultos, tampoco les interesará a los chicos. Exige algunas limitaciones: es preferible que la mayor parte del vocabulario sea simple y coloquial y que las estructuras sintácticas sean poco complejas, pero la experimentación verbal no queda excluida, como lo demostró muy bien Lewis Carrol. El cuento infantil sufre un constante acoso de parte de las buenas intenciones: le resulta muy difícil escapar a la función didáctica que muchos esperan del género. Ese suele ser el primer error de un autor bisoño: la soberbia de creer que a través de su literatura infantil podrá cambiar al ser humano. Hay que volver a la realidad y asumir con modestia que contar buenas historias es más que suficiente.
— ¿Cómo surgió la decisión de trabajar en el microrrelato? ¿Qué es lo que te atrae de este género en particular?
— El microrrelato siempre estuvo allí. En Argentina tenemos una fuerte tradición de microrrelato. Todos nuestros grandes maestros del cuento lo practicaron. Borges, Bioy, Cortázar, Denevi… A mí siempre me apasionó como lectora. Un día, cuando tenía veinticuatro años, descubrí la revista mexicana El cuento, que publicaba mucho microrrelatos. Fue allí donde leí a otros clásicos latinoamericanos del género, como Arreola, Max Aub o Julio Torri y a muchos autores que estaban produciendo sus textos en ese momento, como Brito García, Giménez Eman, Menén Desleal, Jaramillo Levy y muchos otros. Por ahí rondaban, en mi horizonte de lecturas, Kafka y Henry Michaux…Y los clásicos de la rebeldía: todos esos franceses locos y geniales, Arteaud, Breton, Apollinaire… La revista El cuento tenía un concurso permanente de cuento brevísimo. Para presentarme al certamen, en 1975, empecé a escribir los textos que después se convirtieron en La sueñera. ¿Qué le encuentro? El placer de la máxima concentración de significado en la mínima cantidad de significante. Un estilo de belleza cercano al de la poesía.
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— ¿Qué lugar te parece que ocupa el microrrelato en un contexto atravesado por las nuevas tecnologías y por la difusión de la hiperbrevedad en plataformas virtuales como Twitter?
— No creo que el boom de las redes sociales como Twitter tenga que ver necesariamente con el fenómeno de la microficción. No hay que confundir la obra con el medio en el que se transmite. Twitter es un medio que sirve para contar intimidades, hacer propuestas, difundir ideas políticas y, en fin, lo que a uno se le dé la gana, incluso escribir literatura. Si el microrrelato fuera realmente el género de nuestra época, ¿por qué los microrrelatos se venden tan mal que ninguna de las grandes editoriales los quiere? Nuestra sociedad, con poco tiempo para leer, prefiere y elige los novelones de 500 páginas, donde se hace una sola vez el esfuerzo de entrar en un mundo nuevo, conocer sus códigos y después se lo puede dejar en la mesa de luz para entrar y salir a voluntad. En un libro de minificciones, cada una de ellas es un mundo nuevo y todas exigen ese esfuerzo que la mayor parte de los lectores no están dispuestos a hacer en cada página.
Nuestra sociedad, con poco tiempo para leer, prefiere y elige los novelones de 500 páginas donde se hace una sola vez el esfuerzo de entrar en un mundo nuevo, conocer sus códigos y después se lo puede dejar en la mesa de luz para entrar y salir a voluntad. En un libro de minificciones, cada una de ellas es un mundo nuevo y todas exigen ese esfuerzo que la mayor parte de los lectores no están dispuestos a hacer en cada página.
— ¿Qué es lo que buscás generar en el lector cuando escribís?
— No hay actividad más secreta, impredecible y misteriosa que la lectura. El lector habitual de literatura es peligroso: se vuelve más tolerante, más abierto, menos dogmático, más dispuesto a utilizar su propio criterio en cada ocasión, menos fácil de manejar. Por algo Platón expulsó a los lectores cuando organizó su temible utopía.
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—Y como lectora, ¿hay algo que busques particularmente en un libro?
Soy una lectora muy ecléctica y leo de todo, excepto ensayo, de lo que no me enorgullezco. No me gusta, me desconcentro y mi mente divaga como la Homero Simpson.
— ¿Cuál fue el mayor desafío en tu carrera?
— Escribir novela.
— ¿Qué es lo que más disfrutás de su profesión?
— El respeto. Y viajar. Ser escritora es muy divertido, lástima que haya que escribir para lograrlo. Escribir da tanto trabajo…
— ¿Cuál considerás que es la situación de la literatura argentina actual?
— Muy interesante, más que nunca. Hay muchísimos autores nuevos muy valiosos. Por ejemplo, Samanta Schweblin, genia del cuento, que acaba de publicar Pájaros en la boca. Gabriela Cabezón Cámara. Hernán Vanoli, otro cuentista al que premié sin saberlo en dos concursos. Selva Almada (genia total). Leonardo Oyola, siempre impredecible. El gran Hernán Ronsino. Gabriel Bellomo, exquisito si los hay. Germán Maggiore, Vera Giacone, Valeria Tentoni… Son tantos… pero además, ¡hay tantos que no leí! No se puede estar al tanto de todo lo que se publica. ¡Ya estoy en edad de retirarme a leer los clásicos! (No digo releer porque, caramba, ¡también hay tantos que no leí!).
No hay actividad más secreta, impredecible y misteriosa que la lectura. El lector habitual de literatura es peligroso: se vuelve más tolerante, más abierto, menos dogmático, más dispuesto a utilizar su propio criterio en cada ocasión, menos fácil de manejar.
— ¿Hay alguna temática sobre la que quisieras escribir en proyectos futuros que no hayas profundizado aún?
— Muchas. Pero hasta que no se profundiza, no se sabe. Se puede creer que uno va a escribir acerca de cierto tema y en el trabajo te descubrís escribiendo cualquier otra cosa.
— Por último, ¿un autor favorito?
— Mi autor preferido no está en el pasado sino en el futuro y sigo leyendo para encontrarlo. Tengo una larguísima lista de «el mejor libro», que debe tener ya unos quinientos títulos.