Un día como hoy hace 35 años, una figura destacada y controversial se despidió para siempre del ámbito cinematográfico. Luego de una larga carrera en la que dirigió más de cincuenta películas, Alfred Joseph Hitchcock murió un 29 de abril de 1980, dejando huellas imborrables en las pantallas de miles de espectadores que continuarían inquietándose en sus asientos por generaciones. El camino del maestro del thriller psicológico había terminado, pero sus obras aún tendrían mucho por recorrer.
Pocos hubieran imaginado que un joven diseñador de rótulos y decorados que decidió probar suerte en una compañía cinematográfica allá por la década del veinte, sería el responsable de implementar un lenguaje completamente innovador, que combinando de una manera única todos los recursos audiovisuales a su alcance, crearía un estilo narrativo audaz, capaz de otorgar a la palabra “suspenso” otro significado. A través de sus obras, Hitchock logró perfeccionar una técnica en la que el uso particular de los planos, encuadres y la banda sonora le permitió llenar habitaciones enteras de tensión y crear en los espectadores una sensación en cierto modo inexplicable, mezcla de un vértigo y peligro sigiloso, que ajena y ficcional, se volvía propia con cada nuevo personaje que se asomaba detrás de los créditos iniciales.
Y si bien la filomgrafía de Hitchcock es extensa, muchas veces tiende a reducirse a aquellas películas que tuvieron más impacto comercial. Sin desestimar en absoluto una de las producciones que inmortalizó su recuerdo, hay que destacar que las historias del famoso director trascienden el universo de la proclamada, imitada y parodiada Psicosis y se extienden más allá de una aterrorizada Janet Leigh gritando en blanco y negro en una ducha. Vértigo, La llamada fatal (Dial M for Murder), Con la muerte en los talones (North by Northwest) o La ventana indiscreta son solo algunos de los títulos en los que Hitchcock combina un sentido particular de ironía y humor negro, que atravesó una gran cantidad de sus obras, muchas de ellas influenciadas por uno de sus escritores favoritos, Edgar Allan Poe.
Crimen, asesinatos y violencia conducidos por instintos, traumas y pasiones son las temáticas que se entrecruzaron una y otra vez frente a la cámara del director junto al morbo, la culpa y las inseguridades reflejo de su propia vida. De trama y diálogos simples, la originalidad de sus obras radicaba definitivamente en el manejo audiovisual y es por eso que quizás las esferas artísticas le negaron un reconocimiento que solo obtuvo después de su muerte.
La mujer sin nombre
Hitchcock no estaba solo. Bajo su sombra se encontraba una mujer a quien la historia le restó importancia, pero que influyó de manera decisiva en las creaciones del “maestro del suspenso”. Alma Reville no ganó un apodo estridente, no fue el objeto de atención de ceremonias suntuosas, ni obtuvo premios importantes. Su nombre no resuena en las bocas de los críticos. Tampoco figura en los créditos. Y sin embargo su opinión era invaluable y sus aportes hicieron de las siluetas de Hitchock una de las más reconocidas a nivel internacional.
Casada con el director desde 1926, su colaboración fue fundamental en la escritura de guiones, el doblaje de voces, los decorados y la edición. Con minucia y dedicación trabajaba la continuidad en las historias y la coherencia entre las escenas. Así, sin el asesoramiento y la presencia inquebrantable de esta mujer, las películas no hubieran sido lo mismo. De hecho, fue ella quien ayudó a montar la escena de Psicosis que quedó grabada a fuego en la mente de generaciones de espectadores.
Existía entre Reville y Hitchcock una suerte de co-dependencia de la que nunca se habló demasiado, que quedó sumida en el silencio entre la fama y el éxito internacional. Ella, con una sensibilidad de la que Hitchcock carecía moderó el ego del director, lo que le permitió a este último suavizar las aristas más reacias de su carácter, dejar de lado todas sus inseguridades y emerger como una estrella.
El hombre detrás de la silueta
Todos sabían que Hitchcock tenía una debilidad por las actrices rubias. Después de Ingrid Bergman y Grace Kelly fue el turno de Tippi Hedren de ser el objeto de una nueva obsesión que esta vez fue demasiado lejos. Hitchcock era un hombre temperamental acostumbrado a obtener lo que quería y a no a aceptar un “no” por respuesta. Esto se combinaba con un perfeccionismo extremista que invadía el set en cuanto se sentaba detrás de la cámara.
Hedren era una modelo que un – ¿buen? – día fue descubierta por el aclamado director para ser la protagonista de su nueva creación, la famosa e inolvidable Los pájaros. Fue el inicio y también el fin de una abrupta carrera que le valió a Hedren un reconocimiento con el que nunca habría soñado y también una tortura psicológica que no habría estado ni en sus pesadillas.
Hitchcock trató de controlar casi todo aspecto de su vida, desde su imagen personal hasta sus hábitos. Pero la sorpresa más desagradable de todas se la llevaría en una de las escenas cruciales de la película. Hedren sería atacada por una furiosa bandada de pájaros que debían ser mecánicos, pero que, por el contrario, fueron reales. Tan reales que casi le costaron un ojo de la cara a fuerza de picotazos. Cuando después de filmar Marnie, la ladrona, Hedren intentó rescindir su contrato ya era demasiado tarde. Hitchcock se enfureció e hizo todo lo posible para que nunca volviera a ser contratada en la industria del cine.
En definitiva, Alfred Hitchcock fue un hombre controversial, controlador, obsesivo y quizás hasta misógino que revolucionó múltiples aspectos del universo cinematográfico. Sin dudas, conocía las emociones del público y jugaba con ellas con facilidad, manipulándolas como piezas de un rompecabezas que sabía exactamente donde ubicar para lograr una fórmula perturbadora e inquietante.